Me convertí en una estatua en el parque en el que paseabas. Nunca podía interactuar contigo, me limitaba a mirarte de reojo cada vez que pasabas, a desearte en secreto con la timidez propia de un ser de piedra. Adoraba tu forma de caminar, tu forma de ser, tu sonrisa y esa forma peculiar que tenías de arreglarte el flequillo.
Yo no me permitía sentir, no me permitía decir lo que pensaba, no podía articular palabra contigo. Tan sólo era una estatua que deseaba sentirse un hombre que no tuviese sus movimientos anulados por la rigidez de la piedra.
Una vez me hiciste una foto. No pude posar, no pude sonreír, no pude ser yo mismo. Tenía que cumplir con mi condición de estatua y limitarme a estar en la pose en la que fui concebido. Me hubiese gustado que nos hubiésemos hecho la foto juntos y la subieses a redes sociales. Me sentí realmente especial para ti cuando reparaste en mí, sentí que había algo más en nuestra historia, pensé, por un momento, que podía ser humano, que podría tenerte, abrazarte y dejar mis brazos de piedra en otro lugar para sentir hasta el último rincón de tu piel.
Pero un día viniste acompañada, te diste un beso con ese que decía ser tu pareja y con el cual sonreías todo el rato. El mundo dejó de tener sentido para mí y no podía expresar mi inquietud. No podía salir corriendo ni gritar al viento. Hice lo único que podía hacer una estatua: me resquebrajé como nunca antes lo había hecho. Al fin y al cabo, romperse es la forma con la que lloran las estatuas.