Todo lo que yo no era.
Una de las primeras cosas que me dijeron fue que no sacara a gitanos en las fotos que subiera. Pero les dije que eso no era muy ético.
–¡Pues claro que no es ético! ¡Pero si la gente ve muchos
gitanos en mi local no querrán venir! Tú haz lo que yo te digo que para eso te
pago –me dijo el jefe.
Prefería no tener problemas con nadie y por eso no
contradecía nunca las decisiones que tomaban otros por mí. Tenía pánico al
conflicto, los evitaba, no quería enfrentarme a nadie nunca, no quería que
nadie se sintiera mal por mi culpa y a veces ese miedo a hacer sentir mal hacía
sentirles mal y era un pez que se modría la cola.
Acudí a mi primera noche en las discotecas con mi cámara y
exploré el local. La gente que trabajaba allí me invitaba a
copas, me trataban todos muy bien y siempre me pedían millones de fotos que
gustosamente les hacía. Hacer fotos siempre me había apasionado y que me estuvieran
pagando por ello me parecía poco más que un milagro. Estaban dándome dinero por
algo que haría gratis.
Luego empecé a pasearme entre la gente y tímidamente le
pedía a la gente que se pusieran para una foto. Ellos posaban para mí con las
posturas más variopintas y aquello empezaba a ser divertido. Salir a tomar
fotografías era como salir solo de fiesta y encima no te hacían falta amigos.
Cuando haces fotos a la gente hay un síndrome que se repite
entre los que posan: y es que siempre juntan las cabezas, inclinan sus cabezas
hacia el lado donde está la otra persona y se las pegan como si fueran
retrasados mentales. Siempre tenía que decirles que no acercaran las cabezas.
También me dedicaba a darles instrucciones para que salieran mejor. Yo sabía lo
que querían mis jefes así que en vez de decir “saca tetas” les decía “pon los
hombros hacia atrás” y me obedecían devotamente.
A las semanas de trabajar de fotógrafo ya todo el mundo me
conocía. Me saludaban por mi nombre y, acto seguido, me pedían que les hiciera
una foto. Conocí a muchas chicas, a gente maja, a personas encantadoras que me
trataban como a uno más de sus amigos, o quizás mejor, porque querían que las
sacara especialmente guapas para lucir bien en redes sociales y que las
agregaran cuantas más personas mejor.
En una de esas noches me acerqué a un grupo de chicos. Les
dije que posaran para una foto y automáticamente se pusieron ante mí con su
mejor sonrisa. Luego me pidieron ver cómo habían quedado en la foto y yo se las
enseñaba y charlábamos sobre la vida. Pero un chico de los que habían salido me
preguntó si iba a subir la foto.
–Sí, son para las redes sociales de la discoteca –le dije.
–Tío, pues no subas la mía.
–Pero, ¿Por qué? –Si sales superbién.
–No, no quiero que la vea mi novia. Ella se piensa que estoy en casa durmiendo.
No dije nada. No opiné nada. Simplemente asentí para evitar
el conflicto y le desee que pasara una buena noche.
Al día siguiente, cuando editaba las fotos y las subía me di
cuenta que tenía dos mil fotografías de toda la noche. Las solía editar en masa,
es decir, una vez tenía los ajustes de una foto los copiaba y las pegaba al
resto y quedaban geniales. Luego hacía una selección por encima y las subía.
Pero no recordaba quién era el chico que me pidió no salir en las fotos. Lo que
no podía hacer era borrar todas, así que subí todas las que me parecieron. Al
fin y al cabo su novia no estaría pendiente de las redes sociales de una
discoteca de mierda. No había nada de lo que preocuparse.
Pero la noche es oscura y alberga horrores y pronto me di
cuenta. La gente cuando sale se emborracha y saca lo mejor y lo peor de sí
mismos. Se convierten en bestias salvajes sin raciocinio y empiezan el ritual
del apareamiento, asistes al espectáculo de la vida, de la perdición y de la
molicie.
Es cuando empecé a fotografiar, aparte, para mí, fotos de
esa noche que quería narrar. Durante mucho tiempo fantasee con crear un
fotolibro que narrara la decadencia de la noche. Incluso una vez estaba en la
puerta y dos personas empezaron a pelearse, me pareció otro apartado de la
noche que debía documentar y empecé a hacer fotos de cómo se daban de hostias
con tan mala fortuna que disparé el flash y ambos contendientes se dieron la
vuelta hacia mí y dejaron de pelearse. En ese momento pensé que el que iba a
recibir una paliza era yo y, cómo sabéis, me asusté mucho porque odio el
conflicto, pero el portero de seguridad me salvó de la caza y me rescató.
Eso sí, nunca me preguntó qué cojones estaba haciendo fotografiando a dos
idiotas peleándose.
Mi carpeta de fotografías decadentes empezó a aumentar de
forma considerable. Cuánto más patética era la foto más pensaba que tendría
posibilidades de salir en mi fotolibro sobre la decadencia de la noche. Gente
acabada, drogados, prostitutas, cocainómanos haciéndose rayas en la barra, gente por el suelo, locos bailando
como si se creyesen que estaban en Dirty Dancing, todo estaba documentado en mi
carpeta y cada vez me entusiasmaba más ir a trabajar para acabar de hacer el
libro definitivo sobre el mundo de la noche.
De pronto, una noche un gitano se me acercó.
–Oye, siempre nos haces fotos pero nunca subes ninguna. ¿Qué
te pasa con nosotros?
–A mí nada, la verdad, no entiendo por qué no salen.
–Eres un mierda, lo sabes ¿no?
–No me digas eso, yo no elijo las fotos que se suben –mentí.
–¿Y quién las elige?
–Mi jefe, yo se las mando y él las sube –volví a mentir.
–Pues hablaremos con él.
–Vale.
–¿Quieres hacerte una raya con nosotros?
–No, gracias, muy amable, no me meto, gracias –siempre agradecido para evitar
el conflicto.
No negaré que incluso alguna vez ligué. Con el rollo de ser
fotógrafo, de que posen para ti, de estar siempre ahí, de ser amable con la
gente, algo me tenía que comer. Pero eso no lo documenté, lamentablemente.
Estaba pensando que ese era el mejor trabajo que había tenido en mi vida, hacer
fotos, conocer gente, ligar, beber gratis, pasárselo bien, hacer una
documentación secreta para un libro sin que nadie se entere, ¿Qué más podía
pedir?
Esa misma noche alguien me tocó al hombro y me giré. Esa
cara me sonaba.
–Eres un hijo de puta –me dijo.
–¿Pero qué dices?
–Subiste la foto, cabrón, te dije que no la subieras para que no la viera mi
novia.
–Hostia, tío, lo siento mucho, yo no soy el que las sube –mentí otra vez para
evitar conflicto.
–¿Sabes que me ha dejado? ME HA DEJADO POR TU PUTA CULPA.
–Tío, que no soy yo quien las sube –creo que nadie se creía esta burda excusa.
Me alejé de él, creo que tenía ganas de pegarme. Me pregunté
cómo era capaz de echarme a mí la culpa de su fracaso con su novia y que jamás
se le haya pasado por la cabeza que tal vez el que tiene la culpa de que su
novia le deje sea él, por estar de fiesta cuando finge que está dormido. Que
sí, que puedes tener pareja y salir de fiesta, como es obvio, pero si estás
mintiéndole tal vez deberías plantearte que el problema está en tu puta cabeza
y en tus putas mentiras y no en el fotógrafo que hace fotos y las sube.
Así que me harté, dejé de exponerme ante los gilipollas,
dejé de ir sin avisar a la discoteca, incluso no fui a cobrar la última noche
que me debían. Los mandé a tomar por culo y dejé de documentar esas noches de
las que acabé harto.
Era la única forma de evitar todo tipo de conflictos.
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