lunes, 1 de abril de 2013

Mi refugio

 
A veces creo que mi habitación es el refugio ideal donde puedo estar en paz y tranquilo. Imagino que es una trinchera en la que me resguardo del campo de tiro que hay en el exterior. Mi objetivo no es otro que encontrar la calma y la soledad absoluta. Quiero ser invisible; que nadie sepa que existo. Me tumbo en la cama y observo detenidamente el techo. Hay una telaraña en un rincón, pero me da igual ¿Qué más da que esté ahí? Cierro los ojos y me hundo más y más en la cama. El colchón parece estar hecho de chicle. Las sábanas se tragan mi cuerpo como si fueran arenas movedizas. Me hundo a través de una puerta espacio-temporal que me conduce hacia otros mundos en otros tiempos. Quiero viajar hasta la Grecia clásica, quiero hablar con Platón, quiero pasear por las ágoras junto a Sócrates y escandalizar a unos cuantos mediocres. Me encantaría haber vivido en ese tiempo, por aquel entonces la gente no tenía nada mejor que hacer: pasear y filosofar. Hoy en día no se puede encontrar una plaza así, llena de idealistas en la que se puedan hacer disertaciones filosóficas sobre la vida y la muerte. Si ahora saliese de mi zulo y comenzase a preguntar a los transeúntes si ya están preparados para la muerte lo más seguro es que me encerrasen en un manicomio. En Grecia sabían lo que era bueno: comenzaban discutiendo sobre cuántas partes tenía el alma y acababan montando una orgía.

Estoy en paz, pienso que lo he conseguido, creo que por fin he alcanzado mi meta: soledad y silencio. Pero pronto los muelles de la cama de mi vecina comienzan a molestarme. A la hija de puta siempre le da por echar un polvo a estas horas y con los ruiditos del colchón y los jadeos me jode la siesta. A la mierda Grecia y a la mierda mi paz interior. Si Sócrates hubiese nacido en estos tiempos de buen seguro que se bebería la cicuta sin que nadie se lo ordenase. Me levanto y me voy al cuarto de baño. Me lavo la cara y me miro en el espejo.

–Ariel, ¿Quién eres Ariel? –me pregunto.

Llaman al timbre. Tengo visita. Es un amigo. Sube y le ofrezco asiento y bebida. Me habla de sus problemas, por lo visto está deprimido. No le presto mucha atención, él habla yo sigo preguntándome dónde podría encontrar algún refugio en el que pueda olvidarme del mundo y que este se olvide de mí. Pero ahora no puedo huir, hay alguien en mi casa, ¿Cómo se puede escapar cuando te están molestando en tu propia casa? No quiero decirle que se vaya, no quiero que se sienta ofendido. Le sugiero que nos vayamos a un bar y acepta. Allí estamos durante media hora y luego le digo que me quiero ir a casa, que ya estoy cansado. Él se va por otro camino y yo, por fin, soy libre; estoy solo y nadie me molesta.

Decido coger el coche. Cuando conduzco me siento aislado del mundo exterior: puedo cantar y desafinar, puedo gritar, puedo insultar a la gente sin que me oigan, puedo poner la música a tope sin que ningún vecino se queje, puedo hablar sólo sin que me miren preguntándose si estoy bien de la cabeza.

Aparco cerca de la escollera. Al final del camino rocoso hay un faro verde al que me gusta subir y disfrutar de las impresionantes vistas. Desde allí, rodeado del mar, veo caer el atardecer. Lo único que oigo es el rumor de las olas. Por fin respiro aire puro, por fin lejos de la humanidad, por fin solo. Recuerdo que, una vez, estando en este mismo faro verde, llamé a una chica que vivía en la ciudad y le dije que se asomase al balcón y observase al faro verde. Me dijo que había algo que obstruía la luz y le dije que era yo. Fue muy bonito comunicarse con la persona a la que amaba mediante señales de luz...

Pronto comienza a llover, de nuevo se quiebra la paz de mi refugio. Me largo de allí cabreado con las inclemencias del tiempo. Arranco el coche apresurado y acelero. Quiero volver al refugio de mi casa, es el mejor lugar del mundo aunque haya ruidos molestos.

Transito por la ciudad. Los limpiaparabrisas se agitan. Estoy parado en un semáforo. La gente camina con sus paraguas de un lado a otro sin sentido alguno. De pronto, y sin saber por qué, me asaltan unas terribles ganas de atropellar a alguien. Lo peor que me puede pasar si lo hago es que me metan en la cárcel. Pero no me importa, puede que allí encuentre mi refugio ideal. En la cárcel me suministrarían comida y tendría una celda en la que podría dormir tranquilo y sin que nadie me incordie . El único inconveniente de estar en la cárcel es que te den por el culo en las duchas, pero no me preocupa demasiado, ya estoy acostumbrado a que lo hagan en otra modalidad. Pienso que en la cárcel tendría tiempo de sacarme una carrera o dos. Es más, incluso podría escribir un libro al igual que hizo Cervantes. De hecho mi libro sería mucho mejor y más extenso que El Quijote, puesto que yo no soy manco y no tendría que dejar de escribir cada vez que tuviese que rascarme los cojones. Al fin nacería un verdadero genio desde la Edad de Oro. Ariel Pérez Amarte: El mejor escritor del siglo XXI, conocido porque escribía con una mano en el papel y la otra en los cojones, el único escritor capaz de transmutar en literatura la portentosa energía de su chacra sexual.
Conseguiré que la gente abra los ojos gracias a las revelaciones de mi obra. Convenceré al mundo las innumerables ventajas de vivir en la cárcel. Publicarán mi libro, la gente lo leerá, y en las televisiones ya no se hablará de otra cosa. Enseguida la gente comenzaría a cometer asesinatos con la esperanza de poder entrar en la cárcel y, con un poco de suerte, coincidir en la misma celda que yo. El mundo se volverá loco gracias a mis palabras. Me traducirán a todos los idiomas posibles y a partir de entonces necesitarán construir nuevas cárceles capaces de albergar a todos los seguidores de mi filosofía. Al cabo del tiempo toda la humanidad acabará encarcelada por mi culpa. Los funcionarios de prisiones serán los últimos en encarcelarse, se meterán dentro, cerrarán la puerta con llave y la arrojarán lejos del alcance de nadie. Llegado ese momento aprovecharé para salir de allí. Me escaparé y el mundo será mío. Todos habrán caído en mi trampa y yo, por fin, podré pasear por el mundo tranquilo y sin molestia alguna. Mientras tanto, en las cárceles, comenzarán a escasear los alimentos y a los reclusos no les quedará más remedio que recurrir al canibalismo. Se comerán los unos a los otros hasta que, finalmente, el último hijo de puta se muera de hambre.

Y una vez fuera no me molestaré en rescatar a nadie de las cárceles. Lo único que haré será acudir a los zoológicos para abrir las jaulas y liberar a todos los animales en cautiverio. Mi conciencia no podría estar tranquila sabiendo que existe un solo animal encerrado. Gracias a mis flamantes ideas habré conseguido que la Tierra vuelva a su hábitat natural y salvaje, y, de paso, habré encontrado mi refugio ideal.
No cabe duda de que encontrar la paz tiene un precio. Vale la pena pisar el acelerador y llevárselo todo por delante.

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